Antes que las naves

Antes que las naves del corsario arrasen con mi puerto, tomaré mi saco de dormir, el cepillo de dientes, tu fotografía y partiré a recorrer los caminos agrestes de tu campiña, buscando el árbol que nos cobijó aquella noche de nuestro encuentro, buscando el arroyo que nos ayudó a despertar y sació nuestra sed, buscando el nido abandonado de aquellos pichones recién nacidos de la alondra que con trinos vistió de arpegios nuestro amanecer; buscando bajo las piedras del camino las palabras que aquella noche no encontré, cuando quise escribir mi mejor poema en la albura y tersura de tu piel.

Y espero que el tiempo me acompañe, que el frio no congele mis falanges escritoras, que los baches y piedras del camino no me hagan tropezar y caer; y que el viento del norte no entorpezca el caminar por los senderos de tu tierra.

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Cuento

Una noche de San Juan  (Cuento)
Vicente Herrera Márquez
 
Dos días que estaba en Donosti o San Sebastián, tierra de raza indómita, de hombres trabajadores de mar y campo; y mujeres gestoras de familia, tradición, nación y patria.
Lo había traído a estas tierras una ilusión nacida en redes modernas y llegó esperando encontrar una bella mujer que a través de esa maraña llamada internet lo sedujo y cautivó. Era una mujer hermosa y cautivadora que lo conquistó, con prosa y poesía llena de vida y misterio, de tal manera que allí estaba queriendo encontrarla, le había dicho que su nombre era Lamia, nombre que encontró interesante, llamativo e enigmático además de la fotografía que le había enviado, la cual no era muy nítida, pero que igual mostraba una mujer esbelta, bella y con unos ojos inmensos llenos de vida…
Por dos días la buscó en los lugares que creía podría encontrarla, en las calles del centro, en el parque de la universidad, en el paseo de la playa La Cocha y en algún café del centro tomando un capuccino y leyendo un periódico. Buscó y preguntó, siguió buscando por calles planas e inclinadas, nadie la conocía. Nadie pudo darle una respuesta cierta y solo pensaba en irse de aquella ciudad que creyó le estaba mintiendo o escondiendo algo.
El segundo día de estadía, en su recorrido por calles y lugares posibles de encontrarla de repente se vio entrando en una biblioteca abierta al público en la calle Urdaneta Kalea, pensó buen lugar para descansar y olvidar un poco el calor de los primeros días  de verano que sobrepasaban largamente la temperatura conocida para esa época del año.
Pidió algún libro, la encargada entre muchos le propuso algo referente a la mitología vasca, lo cual inmediatamente le atrajo y pidió tres o cuatro libros referentes al tema. Algo ya había leído sobre el tema que de alguna manera en su momento le había llamado la atención y ahora tenía en sus manos libros vascos que le hablaban de seres que poblaban los campos, los ríos, las montañas y las playas, entre ellos unas mujeres hermosas de piel muy blanca y de un cuerpo que era la armonía perfecta. Lo que las diferenciaba de otras mujeres era que sus extremidades inferiores terminaban en patas palmípedas, igual que las de las aves acuáticas y en otras casos en cola de pez, diferencia que para nada disminuía su hermosura y encanto. Fue esto y el nombre que tenían fue lo que más atrajo su atención: Lamias o Lamia.
¿Lamia? Ahora asoció el nombre de la mujer que lo cautivó e indujo a venir a estas tierras, ella se llamaba Lamia. Siguió leyendo y al retirarse preguntó dónde podría comprar algún libro que le entregara más información sobre estos seres mitológicos.
Una lectora hermosa que lo escuchó se acercó y le indicó una librería y el nombre del autor investigador de la tradición vasca, el anotó esos datos y al mirar a su informante vio en sus ojos un brillo distinto y al observarla con atención notó en ella algo especial. Intrigado se alejó en busca de la librería con una nueva inquietud en su mente: ¿Todas las mujeres vascas serán Lamias?
Compró bastante literatura y entusiasmado se fue al hotel donde se hospedaba con ansias de seguir leyendo todo lo posible sobre esos seres hermosos, mejor dicho hermosas, que lo convencieron de quedarse en Donostia hasta encontrar a su Lamia, fuera esta diosa o mujer, pero decidió quedarse hasta encontrarla y tenía el presentimiento que el encuentro estaba pronto y en algún lugar cercano.
Ya avanzada la tarde salió del hotel ubicado en el extremo más alejado de la Playa de La Zurriola, el Punta Monpás. Caminó intranquilo y apurado por la avenida José Miguel Barandiarán Kalea, mientras pensaba en ese idioma complicado que es el euskera a propósito de que todos los nombres de calle terminaban en Kalea, lo que le hizo suponer que significaba calle. Algunas palabras, las de saludo y despedida y unas pocas más, le había enseñado Lamia en momentos de comunicación virtual, como por ejemplo:
Egunon = Buen día
Arast saldeon = Buenas tardes
Gavon = Buenas noches
Geroarte = Hasta luego
Bihar arte = Hasta mañana
¿Zer moduz saude? = ¿Cómo estás? 
Ni ongi ¿Eta zu? = Yo bien ¿Y tú?
Ongi ni ere = Bien Tambien
Con estas palabras y algunas otras muy especiales, que no vienen al caso,  él se consideraba apto para buscar a su enamorada donostiarra.
Al poco caminar divisó la playa allí a metros más abajo, y un mar de gente que se confundía, con las olas del mar Cantábrico, sintió un llamado de ese mar y rápidamente bajó escaleras, cruzó la Plaza del Padre Claret y bajando por una rampla pisó arenas del norte. En ese momento se sintió un grano más de arena en el universo, pero a la vez lo invadió una sensación de ser infinito que se esfumó cuando a sus espaldas escuchó una voz de mujer que le decía:  
—Hola... —seguido de su nombre.     
Fueron segundos que se hicieron tiempo indefinido sin saber qué hacer. Ahora fue un:
—Hola cariño, te estaba buscando.
Giró sobre sus talones   y allí estaba, diosa o mujer, allí estaba Lamia, la que se arrojó a su cuello tal como se lo había dicho alguna vez que es lo que haría si algún día se encontraban. El la abrazó con la fuerza del viento de su tierra y fueron largos minutos en que fueron solo un cuerpo de viento, de mar, de distancias, de esperanzas, de encuentro de dos seres, de dos soledades, de una mujer vasca y un hombre de tierras lejanas.
Se sentaron en la arena, se miraban, conversaban, se besaban, conversaban, se besaban y sus manos permanecían unidas. Se olvidaron de la gente, el bullicio,  de las olas y el sol que quemaba y se olvidaron del reloj. Pasaron las horas que quedaban de tarde, el sol se alejaba por el oeste, la playa se despoblaba, pero ellos seguían allí ensimismados en sus miradas y gestos, en sus palabras y besos, eran simplemente dos enamorados más, en la playa de La Zurriola.
Ella se puso de pie y tendiéndole una mano le dijo: ven vamos a nadar y nadaron, nadaron y en medio de las olas amparados por el crepúsculo no esperaron más tiempo y al compás del vaivén de las olas  cantábricas hicieron el amor una, dos tres y más veces, sin importarles nada ni nadie, el mundo era sólo de ellos… espuma de mar y espuma de amor...
Volvieron a la playa, allí sentados en la arena mientras descansaban del nado en el mar y en el placer, se dieron a las caricias y el ensueño. Ella manifestó sentir dolor en sus rodillas mientras las manos de él comenzaron a recorrer el tentador camino que nacía en los pies de ella y comenzaron a subir buscando otros encantos, fueron recorriendo esa piernas de largas, largas de diosa, de mujer, de Lamia, de su Lamia… cuando sus manos llegaron a las rodillas se detuvieron por largo rato y las recorrían en todo el contorno de ellas siguiendo las líneas de una larga cicatriz que rodeaba ambas rodillas…
—¿Amor, que son esas cicatrices que tienes en las rodillas?
Ella se tocó las rodillas, dando un pequeño masaje, lo miró a los ojos diciéndole:
—Después te cuento cariño, ahora caminemos un poco.  
De la mano caminaron por la arena mojada mientras ella tarareaba una canción alegre en euskera que mezclaba voces de pastores, voces de pescadores y voces de niñas en una ronda infantil... al parecer algo le dificultaba caminar normalmente.  
En algunos lugares de la playa gente de todas las edades preparaba grandes fogatas, mientras la luna era cómplice de aquella noche de amor entre seres de tierras distantes.
—Amor que hace la gente —preguntó él.  
—Preparan grandes piras de fuego, hoy es 23 de junio y esta noche es la víspera de San Juan, noche de fiesta, brujas, sortilegios y misterio —respondió Lamia.
Él ensimismado e intrigado la miraba y  escuchaba, mientras observaba los preparativos  en que estaba inmersa toda la gente.
Caminaron, algo le seguía molestando en sus rodillas, a cada tanto se detenía y hacía  un masaje en ellas y parece que le costaba caminar, en un momento dijo…
—Alcancemos aquellas rocas que se ven recortadas a la luz de la luna y allí descansemos un rato, antes de irnos cariño —a cada tanto ella repetía la palabra cariño.
Él asintió y en brazos la llevó hasta las rocas, las que cada tanto recibían la caricia de la olas que al reventar levantaban una gran cortina de burbujas. A  lo lejos se escuchaba el repicar de las  campanas de alguna Iglesia…
De repente, sin darse ellos cuenta, una gran ola emergió de las profundidades y los arrojó al mar, él sin haber soltado la mano de ella  quiso asirse de una saliente rocosa pero no pudo, más pudo la fuerza del mar y los arrastró aguas adentro, él hacia esfuerzos sobrehumanos para mantenerse a flote sin soltar la mano de Lamia. Pero fue ella la que comenzó a nadar con fuerza llevándolo  hacia mar adentro esquivando las rocas…
Casi desfallecido por el esfuerzo él se dejó llevar por ella, la que nadaba sin mucho esfuerzo y con la maestría de una gran nadadora. En algún momento la fuerza de una ola los separó. Él, cansado, comenzó a hundirse, pero rápidamente llegó ella y le tendió una mano. Creyó que el Cantábrico haría pagar con vida el atrevimiento de venir a quitarle una de sus ninfas. Mientras su mirada, bajo el agua casi transparente, veía que ella se acercaba nadando rápidamente y sus labios parece que le decían:
—Ven cariño —y  le tomaba una mano con toda la fuerza ancestral de la mujer vasca.
Con sorpresa se dio cuenta, mientras hacían esfuerzo por subir, que sus pies desde las rodillas hacia abajo se habían transformado en patas palmípedas especiales para nadar… pero el mar en ese momento era un monstruo marino que los arrastró a ambos abrazados hacia las profundidades abisales…
Lamia, era realmente una Lamia. Su Lamia, era una verdadera Lamia…  la había encontrado… y con ella… para siempre… se quedó.   
 
Todo esto puede haber ocurrido hace más de cien años como puede haber ocurrido hoy en la Noche de San Juan, de todas formas fue en un tiempo sin tiempo… en el que las comunicaciones eran virtuales.
Desde aquel día cuando cambia la estación de primavera a verano el viento del norte se desplaza con una fuerza inusitada que desde el mar atraviesa montes y llanuras verdes y más al sur del Ebro como Cierzo se esparce apacible por tierras más áridas del sur de Navarra, y dicen los campesinos que se oye una canción que por momentos es una voz tan cristalina como canto de manantial, por momentos una voz grave como tormenta cantábrica y luego continua con un aria a dúo que estremece las comarcas sureñas de las tierras vascas.
Y dicen también que en noches de luna llena se ven ambos retozando en la hierba más alta que crece a orillas de ríos y riachuelos donde a coro croan las ranas, cantan los grillos y al amanecer desaparecen cuando el ambiente se alegra con el trinar de las alondras...



 

Incluido en libro: El Cierzo indómito
©Derechos Reservados. Registrado con el N ° 241.700 en el Registro de Propiedad Intelectual, Republica de Chile

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