Antes que las naves

Antes que las naves del corsario arrasen con mi puerto, tomaré mi saco de dormir, el cepillo de dientes, tu fotografía y partiré a recorrer los caminos agrestes de tu campiña, buscando el árbol que nos cobijó aquella noche de nuestro encuentro, buscando el arroyo que nos ayudó a despertar y sació nuestra sed, buscando el nido abandonado de aquellos pichones recién nacidos de la alondra que con trinos vistió de arpegios nuestro amanecer; buscando bajo las piedras del camino las palabras que aquella noche no encontré, cuando quise escribir mi mejor poema en la albura y tersura de tu piel.

Y espero que el tiempo me acompañe, que el frio no congele mis falanges escritoras, que los baches y piedras del camino no me hagan tropezar y caer; y que el viento del norte no entorpezca el caminar por los senderos de tu tierra.

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martes, 24 de septiembre de 2013

Cuando agosto alarga las calles



Cuando agosto alarga las calles

Con el frio de la noche cuando agosto alarga las calles,
vagan versos dispersos en busca de un autor para conversar un café.
Mientras en un rincón del bar frente a una copa con su botella vacía,
un aprendiz de poeta con las manos cubiertas de lívida inercia
posadas  sobre el teclado de un viejo computador,
rumia la mala suerte y la escasez de letras en el almacén del alma.

Cuando aprendiz y versos entre los humos y niebla  se divisan,
sienten atracción mutua, se miran con avidez y morbo desesperado.

Hay que llegar a un  acuerdo.
El teclado pondrá las letras y el aprendiz dirá donde van los signos de puntuación.
La inspiración dictará las palabras que teclado y aprendiz darán forma de verso,
y si la oración lo amerita, optaran por escribir en prosa.
Entre todos en concubinato escribirán del frio, del invierno y  las estalactitas del alma.
Del viejo que arrastrando una pierna en una esquina muere en la escarcha
porque no alcanzó a llegar al albergue donde había mate y café.
Del niño de pómulos rojos que busca fuego para entibiar un manojo de  esperanzas,
que entumecidas, guarda bajo el brazo cubierto con harapos de tela mojada.
De aquella mujer con vestimenta indefinida que en un rincón agazapada
dibuja tras sus parpados cerrados algún juego de niños, que quedaron en el tiempo.
Y de los amantes que se besan entre las paredes de un laberinto sin puertas,
mientras escudriñan en sus ojos horizontes lejanos y umbríos que no tienen destino,
dejando escapar sendas lágrimas que van marcando un camino de olvido.

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