Vicente Herrera Márquez
Ellas son hermanas, muy buenas hermanas de sangre y de piel,
parecen mellizas y por supuesto que lo son, nacieron el
mismo día a la misma hora.
Son iguales, una un poquito más alta y la distingue un
lunar, la otra en apariencia es más menuda, pero tiene un…
no sé qué que llama la atención. En todo lo demás y en
hermosura parecen gemelas. Una siempre se sitúa a la
izquierda, la otra a la derecha y nada saben de política,
aunque de repente por su actitud parecen guerrilleras.
Hoy ya han cumplido algunos años de edad y muchos ciclos
lunares; según el tiempo que pasa ellas han ido cambiando,
pero cada día, ambas lucen más bellas que el día anterior.
En este tiempo de hoy anda un intruso que vino de lejos
transitando por caminos de letras, dibujados desde no sé
dónde hasta tierras vascas. Busca una Lamia, una Lamia
soñada en la distancia de un lugar escondido en el sur,
entre altas montañas nevadas y olas encrespadas de un bravío
mar.
En primavera entre alondras y cigüeñas, buscando a la Lamia
soñada, encontró a las hermanas en un remanso del Ebro y
entre risas y cantos con ellas se puso a jugar.
—¿Cómo se llaman? —preguntó el caminante.
—¡No tenemos nombre! —al unísono se lamentaron las dos.
—¿No tienen nombre? —se extrañó el visitante —Yo les daré
uno.
Ellas se miraron confundidas y cara de pregunta.
—Tú serás Rosalía y tú María, desde hoy en adelante y
mientras yo esté aquí, así se llamarán —afirmó él, indicando
a cada una el nombre de cada cual.
Ellas luciendo su tersa blancura vibraron y saltaron
contentas, palpitando como dos
volcanes.
En noches oscuras, en días de lluvia, a la luz del sol, bajo
terciopelo de luna, incluso en fantasmagóricas penumbras,
Rosalía y María risueñas con el intruso atrevido, con pudor
fingido se dejan querer.
Entre ambas pareciera que no hay rencores ni mezquindades,
sólo sana competencia por ser la más intrigante, la más
sutil, la más tentadora, incluso la más atrevida; en una
palabra ser la mejor.
El intruso que además se ufana de ser poeta les promete
serenatas al atardecer, romances a la luz de la luna y
requiebros al amanecer.
Ambas en todo momento quieren, juntas, con él ir a jugar; lo
esperan erguidas, una moviendo el lunar y la otra vibrando
al compás, ambas resaltando el color de su piel se muestran
dispuestas a compartir el cariño de aquél, pero sin celos y
sin llegar a pelear.
Él las trata por igual, a sus ojos no hay distinciones, pero
pareciera que si el juego pide besar, sus labios ansiosos
buscan la blanca piel de aquella que tiene un lunar.
Ellas bien saben que cuando el poeta con ellas se pone a
jugar es porque va en busca de la fuente especial que está
escondida entre altas espigas color de la noche, en un valle
muy cerca de allí, y que a pesar de lo cerca que están no lo
conocen, puesto que ellas están arraigadas al lugar que
nacieron.
Rosalía y María preguntan cómo es la fuente y que es lo que
mana de ella, él extasiado sin dejar de acariciarlas y
también besarlas les dice: Yo sé cómo pueden conocerla si
quieren las complazco y ahora mismo las llevaré.
—¡Vamos! —A una voz responden las dos.
Ya estamos aquí, mírense en ese espejo de agua, allí están
ustedes, juntas las dos, una a la izquierda, la otra a la
derecha prácticamente al mismo nivel y más abajo verán el
valle poblado de espigas oscuras que cubren celosas la
fuente de amor que trastorna a este errante viajero.
—¿Y dónde está ese valle y dónde nosotras? ¿En qué país? ¿En
qué continente? Por favor, dinos dónde está.
Pues ustedes, la fuente y el valle están en un gran país y
en el mejor continente, están en el cuerpo de Lamia, mi
Lamia querida, la Lamia que encontré en la ribera del río,
aquella noche en el mismo momento que a ustedes conocí y
recuerden en el tiempo que fue un poeta errante y enamorado
de esta Lamia hermosa que ustedes adornan, él que como
hombre las bautizo en Nochebuena llamándolas Rosalía y
María. Pero sepan que el poeta sólo las bautizó porque sus
nombres la misma Lamia los eligió.
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